Geopolíticas imperiales: racionalidad de la guerra en Siria
En noviembre de
2017, en el marco de celebración de la XXV Cumbre de Líderes del Foro de
Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), el entonces recién investido
presidente de Estados Unidos, Donald Trump, declaró en reiteradas ocasiones a
los equipos de prensa que lo acompañaban en su viaje, que al margen de los
acuerdos a los que se estaban llegando dentro del APEC, tanto su Gobierno como
el encabezado por el ruso Vladimir Putin habían acordado que una solución
política sobre la guerra en Siria era necesaria para salvar millones de vidas y
clausurar, por fin, el conflicto.
Al
momento de darse a conocer esta información, las corporaciones de comunicación
estadounidenses —por aquel entonces adversas a la administración de Trump por
convicción y necesidad—, hicieron eco de las palabras de éste para atizar
posicionamientos que desde la campaña electoral del mismo ya habían colocado en
el centro de las agendas pública y mediática, siempre con la pretensión de
mostrar el enorme error histórico que
se estaba a punto de cometer en la Unión Americana al conferirle los destinos
de ese país a quien los intereses mediáticos no se cansaron (y no lo hacen,
aún) de señalar como la personificación del mayor retroceso y la más grande y
profunda anormalidad civilizacional hasta entonces experimentada por la
sociedad estadounidense.
En
varios sentidos, además, para aquellos intereses, el posicionamiento de Trump
respecto de la intervención militar en Siria —hecho gravitar desde las campañas
electorales al rededor del objetivo confeso de cooperar con el Gobierno ruso
para poner un punto final a la cuestión—, era muestra clara de que los
señalamientos hechos por los aparatos de inteligencia estadounidenses, en los
que se acusaba la injerencia de Rusia en los procesos electorales de Estados
Unidos y de sus principales aliados en Europa, eran de hecho ciertas; comprobándose así la subordinación del
adalid de los valores occidentales al renacido imperio del mal.
Trump,
después de todo, con posicionamientos como éste y con una gran cantidad de
declaraciones con un grado ínfimo de corrección política que iban en la misma
línea de ideas, pasaba no únicamente a sacar la relación Estados Unidos-Rusia
del abismo tan profundo en el que la administración de su antecesor, Barack
Obama, la había dejado —con fórmulas y niveles de intercambio inclusive por
debajo de los experimentados en los peores momentos de la Guerra Fría—, sino
que, además, debido a que ese grado de normalización no era, por sí mismo,
condenable, Trump estaba, más bien, abriendo la puerta a una conjunción de alta
prioridad en la relación bilateral con un amplio margen de maniobra militar;
ambos, elementos que Obama procuró mantener en dimensiones diferenciadas, y
sobre todo, nunca concurrentes.
¡Poco
más de un lustro de intervención armada, así como los lucrativos resultados de
ella obtenidos, parecían entrar en una irreversible fase de peligro sólo por
causa de las ocurrencias de un presidente sospechoso de ser doble agente soviético
y su equipo de asesores rusófilos!
Poco
menos de medio año después, aquel punto máximo de convergencia entre los
intereses occidentales y orientales, en general; estadounidenses y rusos, en
particular; se aprecia muy lejano y la relación bilateral, aunque podría empeorar
aún más, por lo menos en el momento presente ya superó al legado de Obama en la
materia; tanto, que en ese lapso de tiempo, lo que va de transcurrido este año,
Estados Unidos, en solitario,
primero; secundado por Francia y el Reino Unido, después; ya incluso llegó a
declarar ataques aéreos focalizados (en particular en lo que respecta el empleo
de misiles balísticos de largo alcance) no únicamente en instalaciones
militares y económicas de prioridad para el funcionamiento propio del Gobierno
de Bashar Al-Assad, sino también, colocando como objetivos destacamentos
militares Iraníes y Rusos, así como instalaciones y conglomerados urbanos
habitados por civiles.
La
última de estas ofensivas, declarada unilateralmente por la coalición que
conforman Estados Unidos, Francia y Reino Unido, se dio en la madrugada de este
14 de abril; alegando como justificante para la afrenta, por supuesto, las también
aún infundadas acusaciones de que el Gobierno sirio y sus aliados de Oriente
habrían utilizado, de nueva cuenta,
armamento químico en contra de población civil, aunque adherente a los
movimientos de resistencia contra el régimen de Al-Assad.
¿Qué
cambió en los pasados cinco meses que ahora la posibilidad de que Estados
Unidos y Rusia pacten en torno del conflicto sirio es ya una decisión fuera
de la baraja de opciones sobre la mesa? ¿Por qué lo que se prefiguraba como un acuerdo político entre los dos principales actores con intereses
geopolíticos vitales en Siria es ahora un abierto enfrentamiento entre las
fuerzas armadas estadounidenses y las rusas, ya no al estilo de las proxy wars a las que la Guerra Fría y su
aftermath tenían acostumbradas a las
periferias globales, en donde se libraban este tipo de conflictos, sino en la
forma de un hipócrita embate directo velado por declaraciones públicas en las
que en ambos lados de la ecuación se niegan los hechos al tiempo que condenan con
cada vez mayor vehemencia?
De
entrada, aunque ya son historia añeja y son hechos sólidos con amplia difusión
y reconocimiento en los análisis que abordan la intervención de Occidente en
Siria (criterios aplicables, por extensión, a otras localidades alrededor del
mundo), algunos de los lugares comunes particulares del conflicto son, entre otros, y de entrada, que la posición geográfica del país lo convierte
en un enclave geopolítico desde el cual se juegan: a) el control de las
operaciones directamente involucradas con la intervención en Irak; b) en
conjunción con este otro país, así como con Afganistán y Pakistán, la
contención de la influencia económica, política y militar de Irán en la región;
c) la regulación de los contactos comerciales terrestres (y en menor medida
marítimos) entre Oriente Próximo, Asia Central y las economías del Mediterráneo; d) del punto anterior, en particular, los contactos comerciales
de China con el extremo occidental del corredor denominado Nueva Ruta de la
Seda; e) la confrontación de la presencia militar rusa en los alrededores del
Mar Caspio; f) el sostenimiento del cerco articulado con Libia y Túnez, en el
Mediterráneo; y Yemen y Somalia en el Mar Rojo.
En
otros planos, además, se encuentran en juego las enormes ganancias que dejan el
propio negocio de la guerra como tal, la extracción de recursos naturales (en
particular petróleo), la reconstrucción de todo cuanto se devastó (de peculiar
importancia para la especulación financiera y para los sectores involucrados
con las industrias de la construcción e inmobiliaria), las actividades
involucradas con el tráfico de estupefacientes, etcétera. Todo esto y más hacen
del país sirio y de su sociedad un botín en el que el ganador no únicamente gana
para sí, sino que hace que el oponente pierda: la guerra en Siria es una
operación de suma cero y la cantidad y la magnitud de intereses respaldando a
los actores principales a ambos lados de la ecuación hacen que el perder sea
aún más costoso.
La
cuestión acá, concerniente a los porqués de la más reciente ofensiva
estadounidense, a pesar de la línea dura que adoptó Rusia sobre ello (dureza
pocas veces observada en los pasados siete años de conflicto) es que cada uno
de esos elementos enlistados líneas arriba son constantes que nunca son sacadas
de la ecuación, es decir, no se suspenden o se excluyen en momentos
determinados, sino que, por lo contrario, se traslapan, se superponen unas a
otras en ordenes que dependen de las necesidades del momento, tanto para un frente
como para el otro —sin obviar que a pesar de adherirse a Rusia y a Irán, Siria
tiene sus propios intereses aún ante a estos dos.
Declarar
un ataque por cualquiera de esas condicionantes del conflicto, luego de que en
días pasados la coalición de fuerzas pro-Assad declarara sucesivamente la
derrota del Estado Islámico en el país y la reconquista del grueso de los
territorios dominados por la oposición al régimen (en gran medida armados y
financiados por Occidente, además de recubrirlos con el velo de la potencia
moral que contienen en sí palabras como liberación,
democracia, justicia, etc.,), habría resultado en un verdadero fracaso
mediático, dentro y fuera de Occidente, en términos de la construcción y
aceptación pública, colectiva, de las justificaciones políticas, éticas y
morales necesaria para atacar sin oposición o condena alguna.
Por
lo anterior, en primer lugar, no hay que ver en las acusaciones de Occidente contra
Siria y Rusia sobre el accionar de armas químicas una simple empresa de
concientización de la humanidad en torno a los fantasmas del Holocausto y sus
posibles consecuencias si no se previenen —a propósito de la demagógica condena
elaborada por la representante estadounidense ante el Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas, Nikki Haley, sobre el tema. Aunque parecen eventos distintos,
sin ninguna relación que los vincule, las acusaciones en contra del Gobierno
ruso, acerca del uso de un agente tóxico en contra de Serguéi Skripal, en Reino
Unido; y las propias sobre el régimen de Al-Assad en la ciudad de Douma, se
unen por el común denominador del empleo de químicos, y en estricto, aunque a
Al-Assad ya se le acusó en los mismos términos y con una campaña mediática de
aún mayores proporciones en 2013, en esta ocasión, los señalamientos sobre
Skripal sirvieron para preparar a las audiencias en la aceptación de que Rusia
no únicamente sería capaz de negar el uso de agentes tóxicos si le conviene a
sus intereses, sino que los aplaudiría en caso de que un aliado lo haga: así,
los eventos de Douma del 8 de abril pasado son el correlato de algo que ya
estaba en marcha mucho antes, en Londres.
No
debe perderse de vista, en segunda instancia, además, que no es azaroso que
justo en el momento en que la alianza que respalda al régimen sirio declara la
finalización del conflicto armado y el inicio del proceso de reconstrucción, un
ataque como el que se señaló al unísono, con la misma línea editorial en la
prensa mainstream estadounidense y europea,
se le adjudique a aquellos que en el terreno ya se encontraban sumando a su
causa y restando a la de Occidente: afrenta directa para tres gobiernos con un
marcado acento nacionalista y neoliberal —a pesar de los reiterados
señalamientos que se les hacen sobre su proteccionismo, amén de no comprender
que éste es sólo un instrumento más del neoliberalismo para reciclarse, y no su
antítesis.
Así
pues, los argumentos sobre el uso de armas químicas en Douma se usaron como un
justificante que aunque en el pasado emergió, su desenlace en 2013 lo mantuvo
oculto, y hasta ahora fuera de la actual ecuación. Introducirlo ahora ofrecía
algo nuevo y algo potente en contra de lo cual actuar: un fantasma, se insiste,
del Holocausto (Occidente no iba a elegir como ejemplos a otros genocidios perpetrados en
contra de las poblaciones de la periferia global: África, América Latina, Asia)
presto para unificar fuerzas de apoyo social públicas. La cuestión es, no
obstante, que aunque ese parece ser el detonante, en realidad no es sino un
subproducto de dos eventos más significativos en términos de sus implicaciones
para el sostenimiento o desbalance posible de la correlación de fuerzas
presente en el país.
El
primero de ellos fue, por supuesto, la declaración misma de la coalición que se
encuentra respaldando a Gobierno de Al-Assad. Sin embargo, ésta no debe
considerarse por sí misma, de manera independiente al conjunto de poderes que
la sustentan. Antes bien, este evento debe considerarse siempre a partir de la
consideración de que fueron Rusia, Irán y Turquía las potencias
regionales que se presentaron juntas, a pesar de las diferencias y los
múltiples enfrentamientos que entre ellas subsisten por debajo y al margen del
conflicto sirio. Turquía, en particular, es un asunto de especial atención para
Estados Unidos y sus aliados europeos, después de todo, no es gratuito que el
Estado turco sea parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte: su
viraje hacia nuevos horizontes es más significativo de lo que los atlantistas
suelen aceptar.
El
segundo de estos eventos es, quizá, el de mayor trascendencia y consideración,
tanta, como para que el conjunto de intereses estadounidenses empeñados en
mantener su posición de poder en la región —los mismos que lograron arrastrar
al presidente Trump desde una posición favorable a Rusia a una abiertamente
hostil—, es que en los primeros días de abril, el nuevo Ministro de Defensa
chino, Wei Fenghe, en visita oficial a su contraparte rusa, en el marco de la
VII Conferencia Internacional de Seguridad de Moscú, acompañado de una comitiva
integrada por los más altos y especializados mandos chinos en el rubro, declaró
abiertamente, y con un lenguaje más directo y certero, pocas veces visto en
años anteriores en temas que no implicasen de facto los intereses geopolíticos inmediatos
de China (sobre todo en el Sudeste asiático), que su presencia en
la Conferencia se debía sobre todo para mostrar a América el nivel de
compromiso, de fortalecimiento y de cooperación al que se busca escalar la
relación bilateral China-Rusia en términos militares.
Aquí,
de nueva cuenta, el evento no debe leerse por sí mismo. No es extraño, al final
del día, encontrarse en el camino de los últimos dos lustros declaraciones y
actos concretos dados por ambas partes en la misma dirección. La alianza
sino-rusa es un vínculo que se ha venido trabajando por ambas partes con
esfuerzos muy potentes en los últimos años; garantizando un equilibrio
financiero (China) y militar (Rusa) de frente a Estados Unidos y su
animadversión por ambos regímenes. Lo que es importante en este evento es que
la temática y los trabajos de la VII Conferencia rusa se centraron en desarrollar
una estrategia militar enfocada en el conflicto sirio.
Ahora
bien, ¿por qué ello debería ser trascendental para el proceso de toma de
decisiones en Washington y su desenlace en los ataques de esta madrugada? La decisión, aquí, se encuentra definida por el hecho de que si bien es cierto que
China ya participa como una potencia militar (además de financiera, en
comparación con Rusia, con mayores posibilidades en el plano militar pero en
franca desventaja en el financiero) en una multitud de operaciones que abarcan la
masa continental euro-afro-asiática —con una fuerte concentración en el África
Subsahariana—, también lo es que en los siete años del conflicto, China se había
mantenido al margen, militarmente, de la cuestión siria. Haber participado en
la VII Conferencia, con el tema al que ésta se dedicó y con el posicionamiento
que se planteó, supone, ya de entrada, un mayor involucramiento militar de China en la guerra, con la posibilidad abierta a que esa cooperación
se escale y se lleve a otros escenarios en el Asia Central y Oriente Próximo.
Y
aquí el punto es que, en realidad, no es para sorprenderse por el
posicionamiento chino. No únicamente por la tensión presente en la relación de
ese Estado con la Unión Americana, sino porque siendo la franja media de
Oriente Próximo y Asia Central los escenarios principales en los que se
proyecta desarrollar el proyecto de la Nueva Ruta de la Seda, el contener la
presencia estadounidense en los ramos económico y militar resulta ser crucial
para la instrumentación del proyecto en sí mismo.
No
es azaroso, por esto, que lo que en la opinión pública y la agenda mediática se
trata como una respuesta desproporcionada —incluso irracional— del presidente
Trump no sea sino un procedimiento estándar más dentro de su baraja de
opciones; que además, en la lógica de ese mismo proceder, es por entero
proporcional al tamaño de la amenaza que se percibe de una articulación militar
a profundidad Rusia-China-Irán-Turquía; escenario por mucho parecido a aquel
que desde la década de los años setenta del siglo XX planteara el entonces
Consejero de Seguridad Nacional del Gobierno del presidente estadounidense
James Carter, Zbigniew Brzezinski, como la mayor amenaza concebible a la
posición de poder de Estados Unidos en la región.
Por eso, no queda más que señalar que aunque los
eventos aquí apuntados apenas se van desarrollando, es importante dar un paso
atrás y no leerlos de inmediato como anormalidades en el funcionamiento general
de los aparatos de seguridad e inteligencia de Estados Unidos; menos aún, como
decisiones azarosas, irracionales y viscerales de su presidente, pues en este
momento no hay mejores ejemplos de que la administración de Trump y sus
decisiones son vivo reflejo del estatus
quo dominante en la era Obama y mandatos anteriores, justo, que las
decisiones que se están tomando en materia de Seguridad y conflictos armados.
14/4/18
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Oriente
Socialdemocracia, peligro para México
Hace
doce años, cuando la alternancia partidista entre una opción de derecha y una versión
aún más radical de la misma perfilaba la posibilidad que inclusive en algún
momento una expresión más moderada, de tipo socialdemócrata, llegara a la
administración del poder ejecutivo federal por un sexenio, el representante de
la que en ese momento era la apuesta mexicana más próxima a la socialdemocracia
fue convertido, por la narrativa gubernamental y la campaña mediática de un
conglomerado de intereses comerciales y financieros privados, en un peligro para México. En ese momento, el
motivo de la peligrosidad del entonces candidato a la presidencia del país por
primera vez, Andrés Manuel López Obrador, se fundaba en la retórica radical de éste con respecto al
funcionamiento del sistema político y económico de corte neoliberal vigente.
Radical,
no porque en realidad, en el fondo, la propuesta de gobierno ofrecida consistiese
en algo cercano a un punto de ruptura o a un movimiento de discontinuidad en
relación con la lógica general del México posterior a la firma del Tratado de
Libre Comercio de América del Norte; sino, más bien, porque para los estándares
de funcionamiento del sistema de partidos y de las actividades comerciales y
financieras, nacionales y extranjeras con presencia en el país, el centro de
gravedad de los privilegiados que es posible conseguir por medio del régimen se
perfilaba para gravitar alrededor de intereses particulares distintos de los
entonces —como ahora— dominantes. Es decir, radical, en este sentido, porque la
posibilidad, hasta entonces no confesada, de que una opción gubernamental
beneficiara a otros grupos políticos y a otros intereses empresariales,
distintos de los propios de la derecha y la extrema derecha del espectro ideológico
estaban, por fin, siendo confesados.
Hace
doce años, pues, López Obrador y los conglomerados empresariales y partidistas
a los que representa eran un peligro para México no porque el contenido de su
retórica en realidad girara en torno del establecimiento de un régimen
socialista o algo parecido. En gran medida, por supuesto que para la opinión
pública que el Gobierno federal y su transición pactada formaron a través del
asedio mediático ese era el peligro real. Y lo cierto es que no es para menos:
la primera década del siglo XXI vio surgir por toda América regímenes
gubernamentales con bases de todo tipo, populares, campesinas, indígenas,
sindicales, afrodescendientes, etc.; y la idea de que expresiones similares
llegasen a México ponía en cuestión que los endebles privilegios laborales que
se gozaban en el país —meros retazos de un pasado industrialista extinto desde
los años 80— se extinguieran.
Pero
hay más, pues incluso si López Obrador y su programa de gobierno no eran ni
remotamente próximos a lo que en América presidencias como las de Hugo Chávez,
Evo Morales o Lula da Silva ya realizaban en el terreno —con expropiaciones de
capitales extranjeros, regulaciones más estrictas en materia comercial y una
intervención más marcada del Estado con márgenes de redistribución de la
riqueza más amplios y profundos—, el hecho de que en el Sur del continente
intereses de potencias comerciales como Estados Unidos se estuvieran viendo
afectados por una reducción sustantiva en sus ganancias era motivo suficiente
para que el sentido común de la
población general en México se viera introducido dentro de la órbita de la comentocracia estadounidense y su
intransigente demagogia.
En
este plano, las probabilidades de que Estados Unidos y el resto de las
democracias electorales y representativas de Occidente vieran una amenaza en
López Obrador como la veían en Hugo Chávez eran reducidas y en realidad no iban
más allá de lo que en el plano discursivo circulaba. Sin embargo, la sola idea
de que un modelo similar a los sureños se extendiera tan cerca de las fronteras
de la aún potencia comercial, militar y financiera de la economía mundial era motivante
suficiente como para superponer al cerco mediático nacional uno con marca propia
desde Washington.
La reacción de la plataforma lopezobradorista ante su pérdida en las
elecciones de aquel 2006 sirvió para potenciar —y en ocasiones confirmar—
algunas de las consignas que durante la campaña habían alimentado la
animadversión a popular hacia su propuesta. Y un sexenio, varios miles de
asesinatos y de desapariciones, decenas de miles de millones de dólares
añadidos a la deuda exterior del Estado, reducciones sustanciales en el poder
adquisitivo de la ciudadanía y un país sometido ante los designios de las
fuerzas armadas nacionales y de los cárteles del narcotráfico después, la fórmula
que tantos réditos dio en aquellos comicios se repitió, ahora frente a un autoproclamado
nuevo y rejuvenecido Partido Revolucionario Institucional, para volver a
cerrar el cerco alrededor de la apuesta socialdemócrata mexicana.
De
ambas experiencias a este momento, no obstante, mucho ha cambiado en el contenido
y en las formas del lopezobradorismo —ahora
morenismo, en virtud de su pronta
institucionalización en el partido político Movimiento de Regeneración Nacional.
Y es que, lo que en esas dos elecciones se daba por supuesto como un peligro para México, hoy, cuando la
distancia ideológica entre los partidos de izquierda
—o eso que en México se autodenomina como tal— y de derecha se cerró y colapsó
sobre la propia derecha, dejándola en pie como la única opción ofrecida a la
ciudadanía para los siguientes comicios, la apuesta socialdemócrata de López
Obrador (la única que pugnaba por diferenciarse de sus pares cuando las
precampañas aún no comenzaban), ya no pasa de ser un espectro más de la derecha
pero con discurso que pretende ser progresista, de abajo y a la izquierda.
Ello,
no sólo por ese amasiato al que Morena llegó con la expresión evangélica, democristiana,
más estable que ha tenido el sistema político mexicano en el último medio siglo,
el Partido Encuentro Social (PES), sino además, porque al haber comprendido que
noventa por ciento de la elección tiene que ver con los capitales que invierten
en esta democracia, y un diez por ciento restante con la necesidad de legitimar
aquella dinámica por medio de la simulación de comicios libres, informados y periódicos,
López Obrador y su plataforma han recurrido cada vez más a la opción de
mantener las cosas como están siempre y cuando se realicen pequeñas concesiones
a las bases de apoyo que le son históricas al movimiento que encabeza. La
cantidad deserciones que desde otros partidos y círculos empresariales se han transitado
hacia Morena para obtener las designaciones que en sus viejas guardias les
fueron negadas son claro ejemplo de ello —y por supuesto, también del hecho de
que lo que se juega en estas elecciones es tanto, que para quien resulte
ganador habrá tanto para repartir como promesas haga durante la campaña.
Pero
aún más representativo de ese giro que en el mejor de los casos sería un
intento de invertir aquel adagio que reza que el poder se conquista por la
izquierda y se sostiene con la derecha, el maridaje que en las últimas semanas
López Obrador ha buscado en el seno del sector financiero, en la 81ª Convención
Bancaria, en Acapulco, Guerrero, es signo de que si algo queda de la opción de
izquierda a la que en algún momento llegó a aspirar, hoy no se distingue en
nada de la pretendida ciudadanización del priísmo o de la presunta moderación
progresista de la coalición Acción Nacional-Revolución Democrática.
Dos
posibilidades, no obstante, quedan en el aire aquí. La primera tiene que ver
con el no tan remoto escenario en el que de manera consiente López Obrador esté
buscando sumar apoyos a su causa sabiendo que después de ganar los comicios,
con tan potente integración de intereses, no respetará los acuerdos a los que
llegó de antemano; reduciendo los márgenes de acción de las opciones que se
encuentren más próximas a la derecha de su propio posicionamiento. Por supuesto
esta apuesta no es para nada libre de riesgos, y es que, de proceder en tal
línea de ideas, lo que se aproxima es una parálisis y un desaseo de
proporciones mayúsculas en el caso de llegar a la presidencia. Después de todo,
gobernar, y no sólo llegar a, es cuestión de negociación permanente entre
intereses divergentes; y traicionando a quienes alimentaron su campaña a cambio
de una concesión tiene el potencial de desatar, en el mejor de los casos,
escenarios como el que ahora asedia a Venezuela y en años recientes a Brasil,
Bolivia, Ecuador y Argentina; en el peor, guerras más profundas que la desatada
por Felipe Calderón, entre 2006 y 2012.
La
segunda posibilidad presupone que el Morenismo respetará cada acuerdo de
campaña una vez en detentación del ejercicio del ejecutivo federal. La cuestión
es que no por ello es menos atroz que el primer escenario. Y es que aquí el
problema es que las concesiones pueden ser tantas y con consecuencias tan
agudas que el mantener el funcionamiento del régimen en sus términos actuales
sería el menor de los males asechando a la población. Y lo cierto es que, por
lo hasta ahora visto, y por las personalidades que han desfilado hacia Morena,
ese costo no se aprecia para nada menor.
Si en dos
oportunidades en el pasado la plataforma de López Obrador no suponía ningún
peligro para México —por lo menos no en los términos en los que se planteó
desde la narrativa que lo denostó en 2006 y 2012—, esta tercera, el peligro es
mayúsculo (en el nivel de las otras coaliciones), y lo que lo hace aún peor es
que la única expresión realmente opositora a la totalidad de la lógica del
sistema político mexicano, la representada por el Concejo Indígena de Gobierno
y la Comandancia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, ni siquiera fue
respaldada por ninguno de esos sectores que durante tanto tiempo se
autoproclamaron la izquierda mexicana.
10/3/18
Tag :
México
Disputas internas del priísmo
Entre una investigación dada a
conocer por el diario estadounidense The
New York Times y un conjunto de filtraciones publicadas por el rotativo
mexicano Reforma, la sociedad mexicana asiste, en vísperas del periodo de
precampañas para las elecciones de 2018, a un nuevo performance ilustrativo de
la manera en que la administración pública federal opera el dinero de sus
contribuyentes para mantener determinadas estructuras de poner en pleno
funcionamiento a favor de los grupos partidistas que la encabezan.
La noticia de que
la Secretaría de Hacienda y Crédito Público habría avalado, en 2016, el desvío
de más de doscientos cincuenta millones de pesos para financiar las campañas
electorales de candidatos priístas para los comicios de ese año, así, se suma a
una serie de publicaciones desafortunadas para la imagen pública del partido en
el Gobierno que incluyen —al margen de una longeva tradición de secretos a
voces sobre la apropiación partidista del erario nacional—, tan sólo para el
último año, las investigaciones sobre las empresas fantasma de Veracruz y sobre
el empleo de universidades públicas para desviar más de siete mil millones de
pesos, entre 2013 y 2014.
De acuerdo con la
información disponible hasta el momento, basadas, por un lado, en las
declaraciones de Jaime Herrera Corral, Secretario de Hacienda de Chihuahua
durante la administración de César Duarte como gobernador de la entidad; y de
Ricardo Yáñez Herrera, Secretario de Educación en los mismos términos; y en la
documentación correspondiente a la investigación judicial en contra de
Alejandro Gutiérrez Gutiérrez, Secretario del Comité Ejecutivo Nacional del PRI
durante la dirigencia de Manlio Fabio Beltrones, por el orto; los montos
monetarios en cuestión fueron enviados a las entidades con gobernantes priístas
próximos a la figura del presidente, Enrique Peña Nieto, para ser transferidos,
mediante la simulación de contratos gubernamentales con empresas fantasma, a
las estructuras internas del Partido Revolucionario Institucional para ser
empleados en el financiamiento de sus propias campañas electorales en las
entidades en que se temía perder la gubernatura.
Con independencia
de los causes que esta información y los eventos mismos deberán de seguir para
llegar a su esclarecimiento, algunas de las principales reflexiones que surgen
sobre el problema tienen que ver con tres temáticas, con
consecuencias particulares por cada una de ellas.
La primera de
ellas tiene que ver, por evidencia explícita, con esa gran discusión relativa a
los actos de corrupción dentro del Gobierno Federal. Y es que, de las muchas
cosas que sí quedan claras incluso dentro de los límites que suponen la
información circulante, es que, una vez más, un sólo evento es totalmente capaz
de mostrar que la administración pública, en sus tres niveles de gestión,
mantiene, como parte de su funcionamiento habitual, el despliegue de
operaciones bien estructuradas, sistemáticas, de apropiación de los recursos
públicos para beneficiar a una casta de ciudadanos dedicados a vivir de los
cargos de representación popular.
La cuestión con
este nivel es, no obstante, que mostrar, de nueva cuenta, que los rasgos más
fundamentales del Estado y de sus andamiajes gubernamentales son los de un
complejo que funciona para mantener relaciones de clase y privilegios en sus
términos, no hace gran cosa en una sociedad en la que la historia de sus
instituciones (esas que el priísmo se adjudica como parte de su patrimonio
material e intelectual), de sus sistema de partidos y del funcionamiento global
de su sistema político (también, en palabras del actual candidato del PRI a la
presidencia de la república, José Antonio Meade Kuribreña, deudas de los
mexicanos con su partido) es la historia misma del ejercicio de los cargos
públicos (de representación o no) como ejercicio patrimonial de los intereses
vigentes en cada sexenio.
Ello, por
supuesto, no significa que las implicaciones del acto de corrupción actual sean
menores. Por lo contrario, de las muchas situaciones que este nuevo escándalo
permite hacer visibles a la ciudadanía —pese al cerco mediático que ya se
cierne sobre él— es que cada uno de esos casos que año con año se presentan
como eventos aislados, autónomos, en los que una figura pública, un burócrata o
un funcionario electo, es involucrado en casos de manejo irregular de los
recursos del erario o de financiamiento ilegal de privados no son, en ningún
sentido, situaciones independientes unas de las otras; como si cada caso de
corrupción implicase única y exclusivamente a un reducido universo de personas
involucradas. Son, por lo contrario, casos representativos de una lógica
operacional estructural y sistemática de la que la sociedad apenas llega a
enterarse a cuentagotas —pese a la mayor incidencia que se presenta en periodos
electorales.
El problema que
los mexicanos enfrentan ante esta situación, por eso, no se encuentra allí,
sino en los esfuerzos que desde diferentes frentes se conjugan para normalizar
los casos de corrupción, ya sea por la vía de la opacidad y la impunidad gubernamentales,
o por la construcción de una narrativa en las que estos eventos son
estructurados como problemas propios de la falta de ética y profesionalismo de las
personalidades involucradas; personalidades, al final del día, siempre
reemplazables por otras que se suponen más integras y probas —y con cuyo
nombramiento el caso de corrupción en cuestión sería liquidado. Así, la
corrupción se construye como un archipiélago de excepciones, con cada una de
sus islas aislada y sin ninguna racionalidad inherente.
La segunda temática
tiene que ver con el terreno electoral, y debe comenzar a plantearse en los
siguientes términos: es claro que el monto de los recursos triangulados no es
menor, y menos aún dentro de los márgenes de los procesos electorales en las
entidades. Cualquier revisión superficial de los registros bancaros de los
partidos y de las cuentas públicas de cada administración involucrada en la
operación da cuenta de ello. La cuestión es, por lo tanto ¿En qué términos y en
qué profundidad participaron las autoridades electorales, locales y federales,
que sus facultades de fiscalización de los recursos materiales, humanos y
financieros empleados en los comicios no arrojaron ningún tipo de irregularidad?
Y más aún, como también queda claro que inclusive si la desviación de recursos
se comprueba, a pesar de esa comprobación, más bien, las elecciones ya están en
su curso gracias a la validación y la sanción del Instituto Nacional Electoral
y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, los problemas que
se visualizan son dos: ¿Es este caso el preludio de lo que ocurrirá en los
comicios de 2018, en el sentido en que de superarse el financiamiento
establecido las elecciones seguirán siendo validadas, sancionadas y
legitimadas? ¿Cómo se supone que se debería de proceder en los casos en los
que, como en la actual situación, se muestre, a destiempo, que todo el proceso
electoral estuvo marcado por el financiamiento irregular? ¿Se deberá mantener a
las administraciones surgidas de esos procesos como legales y legitimas?
Las implicaciones
no son menores, pues remiten a la interrogante sobre el número de casos que se
han dado en condiciones similares, bajo patrones equiparables y que sin embargo
han sido sostenidos por todo el andamiaje gubernamental en sus funciones.
La tercera
temática, justo, apunta hacia esa dirección. Y es que más allá de las dos
dinámicas anteriores, en el fondo de esta situación lo que parece encontrarse
en el centro es el uso político y los resultados que tendrá en el desarrollo y
los resultados de las presidenciales de 2018. Una lectura inicial, por
supuesto, arrojaría que los tiempos en los que detonó el problema simplemente
no fueron los correctos como para causar todos los estragos que posiblemente sí
habría ocasionado en un momento en el que las campañas ya se encontraran avanzadas.
Después de todo, estas son apenas las semanas de las precampañas, y con medio
año por delate y un electorado de memoria cortoplacista, hacer viral el escándalo
tan pronto fue consecuencia de un mal cálculo.
Pero aquí es en
donde está lo interesante, el punto que no debe dejar de observarse. Si toda
esta situación se dio tan pronto es porque su objetivo político se encuentra
justo en las precampañas, en el momento en donde los principales arreglos, concesiones
y reparto de posiciones de poder y otros dividendos apenas se están
construyendo y organizando.
Que el escenario
de la disputa sea Chihuahua bajo una administración panista da la impresión de
que el fuego proviene de las trincheras de un panismo desesperado por
deshacerse de sus rivales electorales antes de que se llegue al tiempo de las
urnas y las boletas. Los márgenes de maniobra que Javier Corral —uno de los
panistas a los que menos secretos sucios se le conocen en la arena pública— otorgó
a su fiscalía apuntan en esa dirección. Y es que no es una regularidad del
funcionamiento del sistema político mexicano que dentro del propio partidismo
se den este tipo de sucesos, en los que son más que un par de funcionarios en
la base de la pirámide alimenticia los que se están perfilando en el próximo sacrificio.
Sin embargo, esta
es justo apenas una impresión. El fuego tiene todos los elementos para ser identificado
como fuego amigo, proveniente de la trinchera de un priísmo moribundo, bajo el
riesgo de ser consumido por una casta de nuevos intereses que definitivamente
no se encuentran en sincronía con las formas cortesanas y la solemne corrección
política del priísmo de la vieja guardia.
En lo que va de
tiempo, desde el momento en que se hizo público el desvío de los dineros
públicos hasta hoy, una de las principales lecturas que se han hecho del mismo
es la que el propio gobernador Corral ofreció: que las filtraciones del proceso
judicial que se está siguiendo en la fiscalía chihuahuense provienen del grupo
compacto de César Duarte para poder evitar la prisión apelando a que la
filtración de información confidencial sería violatoria del debido proceso. Sin
embargo, todo el movimiento se percibe más grande que la figura del
exgobernador Duarte.
Y es que, en
general, el pacto de silencio que impera entre los miembros de la clase
política siempre funciona en términos en los que es posible recompensar con
creces a aquellos individuos que están dispuestos a ser sacrificados con el
objeto de mejorar la percepción de la imagen del partido y del gobierno. De ahí
que si bien es factible concebir que las filtraciones se dieron como una
advertencia de Duarte para evitar ser procesado por los crímenes que se le
imputan en la justicia mexicana, el recurso se presente, hasta cierto punto,
como un movimiento extremo de frente a un sistema que tiene como signo característico
a la impunidad y a la complicidad.
Por ello, la
ruptura de ese silencio sepulcral por parte de funcionarios pertenecientes al círculo
interno del más añejo y rancio priísmo de la vieja guarda apunta, más bien, a
una suerte de ajuste de cuentas entre facciones internas que se están
disputando el reparto de dividendos que resulten de los comicios venideros. El
mensaje de advertencia es claro, y sus efectos ya comienzan a perfilar como
elementos prescindibles a aquellos que entorpezcan la campaña de José Antonio
Meade.
El argumento de la
elusión del proceso judicial de Duarte por causa de la filtración de
información privilegiada dentro de una carpeta de investigaciones, en este
sentido, sólo cobra sentido en el momento en que se observa que si es correcto
que la información se ventiló desde la facción a la cual pertenece, el proceso
judicial como pretexto para castigarlo por la osadía de arremeter en contra de
su propio partido queda fuera de la ecuación. De lo contrario, queda rebasado.
Duarte, y hasta
Beltrones (guardia pretoriano que custodia la historia oficial de Lomas
Taurinas), parecen precios pagables de frente a la posibilidad de que el
priísmo que se afirma como heredero de la Revolución pierda el control no sólo
de las estructuras gubernamentales que recobró en 2012, sino de cara a la
posibilidad de perder el control de sus propias instancias internas de poder. Y
son, de hecho, las dos únicas opciones que las figuras próximas al presidente
Peña Nieto tienen de amortiguar el impacto que esta situación ocasiones
(buscando que ésta no escale hasta vincular a personalidades más cercanas a
Peña Nieto y Meade). Y es que el movimiento es, también, capaz de contener la
creciente influencia de Luis Videgaray en la campaña de Meade; influencia que
encuentra una fuerte resistencia no únicamente por parte del círculo interno
del presidenciable, sino que también la encuentra en el equipo de trabajo del
actual presidente del partido, Enrique Ochoa Reza.
En última instancia, es el control de daños lo
que permitirá definir, de manera más certera, la intención mentada en la
publicación de esta información: el mayor o el menor grado que se observe que
ocasiona en las principales figuras del partido será lo que señale el
enfrentamiento entre las facciones y los balances o desbalances que se den en
su correlación.
22/12/17
Tag :
México
Jerusalén: Discursos de normalidad y balcanización de facto
Por irónico que parezca, en todo
lo concerniente a la administración de Donald Trump, al frente del gobierno
estadounidense, el principal problema y la amenaza más inmediata para la
humanidad no es, en estricto, el propio presidente, sino el vasto universo de
sujetos que observan en su gestión una especie de anormalidad que llegó a
alterar, de manera intempestiva, y hasta imprevisible, el relativamente alto
grado de refinamiento y normalidad que se había logrado obtener, en el
desarrollo de la historia de la política internacional, a través de la
experiencia que dejaron dos Guerras Mundiales y medio siglo más de proxy wars motivadas por ideologías
excluyentes.
Es decir, hoy,
teniendo en perspectiva la serie de eventos que se acumulan detrás de cada decisión
y afirmación del actual presidente de Estados Unidos, es posible afirmar que no
son ni la persona al frente del ejecutivo estadounidense ni su gabinete, así
como tampoco lo son los intereses —legales o ilegales, institucionales o
facticos— que soportan cada uno de sus actos y cada una de sus palabras,
quienes representan la mayor amenaza para la humanidad, sino que lo son, por lo
contrario, todos aquellos actores (medios de comunicación tradicionales, homólogos
del mandatario al frente de otras naciones, think
tanks, universidades, analistas a sueldo, empresarios privados, el vulgo), quienes, al aferrarse a la
idea de que Trump es una anormalidad, una lamentable
excepción a las reglas de la alta y solemne política, continúan interpretando
el mundo —e intentando explicarlo— a partir del imperativo de recobrar esas
formas cortesanas, esos simbolismos tan políticamente correctos, al margen y a
pesar de las políticas estadounidenses desplegadas alrededor del mundo.
¿Por qué? No
porque los despliegues militares estadounidenses, sus cambios introducidos en
las reglas del comercio internacional, sus modificaciones forzadas en el sector
financiero global, sus alteraciones en el reparto de los mercados regionales
(con particular énfasis en los energéticos) o sus refuncionalizaciones en una
multitud de otros campos (migración, medio ambiente, ciencia, educación,
cultura, etc.) no sean, por sí mismas, preocupantes por las devastadoras
consecuencias que ya comienzan a tener —y que proyectan para el futuro
inmediato, con la posibilidad de alcanzar puntos de no retorno en algunas de
ellas. De hecho, lo son, en toda la extensión del término.
Más bien, Trump y
su gabinete son riesgos civilizatorios de segundo orden, frente a aquel que
representan todos esos actores que observan el acontecer cotidiano con la
aspiración de regresas a ese viejo orden pretrumpiano,
porque, en estricto, el mayor o menor grado de éxito de la actual agenda de
intereses globales de Estados Unidos depende de una correcta percepción del
significado que realmente tiene cada modificación en las políticas
internacionales vigentes.
Es claro que con
Trump o sin él, el gobierno de Estados Unidos, en general; y su complejo
militar-financiero-científico-tecnológico, en particular; representan la mayor
amenaza civilizatoria de los últimos tres siglos. Y en este sentido, la
administración Trump significa, más que un cambio de sentido, más que un
retroceso o una abierta negación a alguna especie de movimiento inercial, un
potenciador de prácticas, proyectos y políticas que ya ocurrían por debajo de
la percepción pública (la mayoría de las veces, como denuncias de movimientos
de resistencia que la ahora oposición
al trumpismo —y antes, como hoy, establishment del capitalismo moderno—
ignoraba por considerarlas radicales, reaccionarias).
Quizá el evento
que mejor ejemplifica esta perversa dinámica —o por lo menos el más reciente de
una larga lista— sea el reconocimiento de la ciudad de Jerusalén como la
capital histórica, legítima del estado de Israel. Y es que, si algo ha dejado
entrever la situación que se desató a partir de este viraje (si es que se le puede nombrar así a una decisión que ya se
había legislado desde 1995, en la the
Jerusalem Embassy Act, pospuesta cada seis meses por cada presidente
después de Clinton) en la política estadounidense sobre la ciudad, es que esa
masa amorfa de observadores, analistas e intérpretes de las acciones del gobierno
de Trump se mantienen en una línea narrativa en la que cada acto y sentencia
del presidente estadounidense es considerada como una decisión irracional,
aleatoria y sin ninguna finalidad objetiva que beneficie a Estados Unidos, pues
se aprecian apenas como meras ocurrencias.
No teniéndose
necesidad de profundizar y solidificar las relaciones que existen entre Israel
y Estados Unidos, la decisión de Trump sobre Jerusalén parece simplemente
incoherente, más aun, teniendo en cuenta, por un lado, que los principales
estrategas de Estados Unidos en la región no han escatimado recursos en apoyar
a los movimientos ultraderechistas del judaísmo; y por el otro, que en el plano
domestico el apoyo a la decisión, por término medio, no rebasa porcentajes de entre
el cuarenta y el cincuenta por ciento —incluyendo a los sectores evangélicos
más conservadores y ortodoxos
En última
instancia, el reconocimiento de Jerusalén como capital israelita se percibe
como la única decisión que no se debía tomar si no se busca ir en contra de
cada una de las políticas estadounidenses activas en Oriente Medio, Asia
Central y el Norte de África; es decir, se concibe como la antítesis de la
pacificación regional, de los mandatos del Consejo de Seguridad en diversos
temas, del combate al terrorismo islámico y de la contención de la influencia
iraní en la zona. Así pues, en el mejor de los casos, las ocurrencias del actual presidente estadounidense podrían explicarse
como un error de cálculo en el que la percepción del mundo musulmán se vio viciada por la ilusión de que el
reconocimiento no sería lo suficientemente grave como para sacar a los
musulmanes del letargo en el que se
encuentran sumidos, en sus realidades, problemas y carencias más inmediatas.
Dos son los problemas que se desprende de
estas estrategias discursivas. Por un lado, continúan invisibalizando el hecho
de que con o sin reconocimiento de Jerusalén como capital israelí, por parte de
Estados Unidos, las condiciones de facto que se desenvuelven en el curso de la
cotidianidad son, ya, las que en el imaginario colectivo general se suponen
reservadas para un escenario en donde la diplomacia, las negociaciones y los
procesos de paz han fracasado. Es decir, (re)producen y legitiman la idea de
que hay dinámicas de pacificación que se están llevando a cabo de manera efectiva,
cuando lo cierto es que, a pesar de las once ocasiones en las que el Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas ha votado en el sentido de afirmar que «el
establecimiento de asentamientos por parte de Israel en territorio palestino
ocupado desde 1967, incluida Jerusalén Oriental, no tiene validez legal y
constituye una flagrante violación del derecho internacional y un obstáculo
importante para el logro de la solución biestatal», la ocupación sigue.
En este sentido,
se pierde de vista, también, que en diez de esas once votaciones (la última de
las cuales se llevó a cabo el 23 de diciembre de 2016) el gobierno
estadounidense bloqueó la aplicación del derecho internacional a la cuestión
palestina, ya por la emisión de su derecho a vetar una resolución del Consejo
de Seguridad; por boicotear en el terreno bilateral las negociaciones que no
resultaran favorables para su alianza con Israel; incrementando sus presupuestos
de asistencia militar a este Estado (tres mil millones de dólares anuales); bloqueando
las cadenas de producción y suministro palestinas; catalogando a las
organizaciones políticas palestinas como agrupaciones terroristas; desplegando
campañas mediáticas para justificar moralmente los actos genocidas de Israel, y
un largo etcétera.
Pero también, por
otro lado, se encuentra el problema de no alcanzar a observar los despliegues
militares que se dieron, incluso, antes de que la decisión de Trump se
anunciara de manera formal. Y aquí, los eventos a observar son principalmente
dos, pues si no se captan en su articulación conjunta se corre el riesgo no sólo
de pretender que cada una es una situación aislada de las demás, sino de obviar
la racionalidad que subyace a la decisión del reconocimiento de Jerusalén.
a) La
última semana de noviembre, diplomáticos de Siria, Irán y Rusia, así como sus
respectivas cadenas mediáticas afines, y hasta el propio presidente ruso,
Vladimir Putin, informaron que el conflicto con el Estado Islámico ya había llegado
a su fin; teniendo como garantía de dicha victoria la recuperación de la
totalidad de los territorio sirios bajo ocupación la agrupación extremista.
b) Simultáneamente,
el gobierno iraquí anunció que en sus propios territorios la lucha en contra
del Estado Islámico había finalizado, con la recuperación, también, de la
totalidad de territorios que aquella agrupación dominada con su despliegue
militar.
Mientras esto ocurría,
la administración estadounidense, por medio de su Comando Central (CENTCOMM),
instancia encargada de las operaciones militares y de inteligencia
estadounidenses en Oriente Próximo y Asia Central, comenzó con el despliegue de
tropas adicionales a las ya emplazadas en todos los países que se encuentran
bajo el rango de operaciones de dicho comando —además de en la región Norte de
África, a cargo del AFRICOMM. El cinco de diciembre, por ejemplo, el Comando
Central informó, a través de la plataforma digital de la revista de estudios
estratégicos y posicionamiento geopolítico estadounidense, Foreign Policy, que
parte del plan de contingencia que se tenía preparado para los meses venideros
contempla el emplazamiento de un número mayor de la Flota Antiterrorismo del
cuerpo de la Marina (Fleet Antiterrorism
Security Teams, o FAST Companies); ello, además, enmarcado en una campaña
de reposicionamiento militar mayor, alrededor del globo, denominada Operation New Normal, cuyos detalles aún
no se dan a conocer por completo, pero que incluyen el destacamento de mayores
contingentes militares en cada país en el que Estados Unidos cuente con una
Embajada.
Pero no sólo, pues
en caso de que las operaciones desarrolladas por las Compañías FAST para hacer frente a cualquier contingencia
no fuesen suficientes, también se tienen preparadas compañías adicionales,
denominadas Special Purpose Marine Air-Ground Task Forces, acompañadas, por
cierto, por los mayores portatanques de los que dispone la Armada
estadounidense: KC-130 aerial tankers
—con una alta capacidad de fuego—; por algunos ejemplares de uno de sus mejores
aeronaves militares polivalentes, Bell-Boeing
V-22 Osprey; así como por maquinaria de tipo: AV-8B Harrier jump jets, F/A-18
Hornet fighter jets; y, EA-6B Prowler
electronic warfare aircraft; todas, parte del mejor armamento que el
gobierno estadounidense desplegó en sus bombardeas en Siria.
Y lo cierto es que
estas previsiones no son para sorprenderse: están pensadas para sostener
conflictos armados de alta intensidad espacial y temporal, como aquellos que se
suelen sostener con agrupaciones guerrilleras o terroristas. Y es que sí, la
racionalidad subyacente a este tipo de decisiones mantiene activa la previsión
de la cantidad de los estallidos sociales, armados y pacíficos, que se pueden
desatar en esta región tan balcanizada por las actividades comerciales y
militares de Occidente. Conflictos previsibles que, no sobra señalarlo, serían suficiente
motivo para comenzar una nueva avanzada bélica,; es decir, justificantes
necesarios para ampliar la escala de las operaciones militares que se requieren
mantener en la zona para contener la creciente influencia de la triada
China-Rusia-Irán. Primero se sa un pretexto al enemigo para ser violento, y luego se justifica la guerra contra ese enemigo, por esa violencia.
Tal proceder, por
supuesto, no carece de riesgos: la formula mantiene los elementos esenciales
que se emplearon, de un lado, para balcanizar el Norte África (en eso que desde
Occidente se nombra Primavera Árabe); y del otro, para intervenir en sociedades
como Siria y Yemen. Y por ello mismo, la ecuación tiene todo el potencial de
desarrollar resultados contrarios a los esperados por los aparatos de
inteligencia estadounidenses —como los obtenidos en esos otros eventos. Después
de todo, por la cantidad de intereses que se pondrían en juego, el margen para
mantener a Rusia, China e Irán fuera de la jugada es mínimo. Sólo balcanizar a
la región por balcanizarla, esto es, viendo al proceso como el objetivo y no
como el medio, alcanza a mejorar la apuesta: en Irak, por lo menos, funcionó
como antesala para la reconfiguración que el país tuvo bajo el comando de las
empresas estadounidenses.
Cualquiera que sea
el caso, mientras fluye la información, lo importante es ser consciente de que
la decisión del presidente Trump (y de todo el aparato de inteligencia detrás
de él) tiene que ver con muchas dinámicas, menos con el puro reconocimiento de
Jerusalén como capital de Israel. Continuar con esa narrativa oculta series más
complejas de intereses en juego que son, por donde se las quiera ver, mayores
que el mantenimiento de la colonización de Palestina.
17/12/17
Tag :
Oriente
Estado de excepción... Disolución Social
III
Siguiendo su tránsito legislativo
en el constituyente permanente, el proyecto de Ley de Seguridad Interior avanzó,
este jueves 14 de diciembre, hasta el trámite de discusión y votación plenaria,
luego de su aprobación en las Comisiones Unidas de Gobernación, de Defensa
Nacional, de Marina y de Estudios Legislativos Segunda. Llegada a este punto, y
derivado de las manifestaciones de inconformidad que la sociedad civil ha
mostrado de cara a las disposiciones del texto, el proyecto que la Cámara de
Diputados había aprobado en días pasados ya no es el mismo que ahora el pleno
del Senado se prepara a legislar. Pero no lo es sólo en la forma, pues las
diversas disposiciones que se modificaron
únicamente sustituyeron unos eufemismos por otros, manteniendo íntegro su
contenido normativo.
La primera de
estas alteraciones tiene que ver con la referencia explícita que se hacía en el
texto al contenido del proyecto como materia de Seguridad Nacional. Y es que,
lo que antes indicaba que: «Las disposiciones
de la presente Ley son materia de Seguridad Nacional», ahora manifiesta que:
«Sus disposiciones [de la Ley] son
materia de seguridad nacional en términos de lo dispuesto por la fracción XXIX-M
del artículo 73 y la fracción VI del artículo 89 de la constitución Política de
los Estados Unidos Mexicanos en materia de seguridad interior». La cuestión
aquí es, no obstante, que pese a la nueva redacción el contenido de la Ley como
derivación de la Ley de Seguridad Nacional no cambia en absoluto, ni siquiera
acota su ámbito de acción y competencias.
Y es que, en
estricto, las fracciones referidas remiten, por un lado, a las facultades del
Congreso «para expedir leyes en materia
de seguridad nacional, estableciendo los requisitos y límites a las
investigaciones correspondientes»; y por el otro, a las del presidente de
la república para «preservar la seguridad
nacional, en los términos de la ley respectiva, y disponer de la totalidad de
la Fuerza Armada permanente o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza
Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación». Es
decir, que mediante un largo rodeo en el que una disposición remite a otra,
pero siempre correlativa, normativa de la misma materia, se mantiene el
objetivo de hacer de las cuestiones de seguridad pública, ciudadana, objeto de
regulación de la Ley de Seguridad Nacional, afianzando el rol de las fuerzas
armadas en la ejecución de dicha Ley.
El segundo cambio
de redacción importante tiene que ver con las disposiciones del artículo
séptimo de la Ley, uno de los que más han preocupado a la sociedad civil, en
general, y a diversas instancias encargadas de velar por los derechos humanos
en el país, en particular. En la redacción anterior, este artículo establecía,
en su párrafo segundo, que: «En los casos
de perturbación grave de la paz pública o de cualquier otro que ponga a la
sociedad en grave peligro o conflicto, y cuya atención requiera la suspensión
de derechos, se estará a lo dispuesto en el artículo 29 de la Constitución
Política de los Estados Unidos Mexicanos y leyes respectivas».
Y lo cierto es que se considera una de las
disposiciones más sensibles y preocupantes del proyecto porque abre la puerta,
de par en par, a la posibilidad de repetir la persecución política que en el
siglo XX se justificaba a través del delito de Disolución Social; empleado por el Gobierno Federal para perseguir,
criminalizar, incriminar, desaparecer y asesinar a cualquier ciudadano que le
fuera incómodo para el desarrollo de sus intereses —y fuente, también, de las
protestas que condujeron al 68 mexicano, movimiento por el que se logró la
derogación de los artículos que fundamentaban dicho delito, el 145 y 145 Bis
del Código Penal.
Es decir, es una
disposición en la que el contenido moral fundado en ella es tan sólido, tan
hermético y conservador que, así como en el siglo XX cualquier acto ciudadano
que el Gobierno considerara que ponía en peligro u obstaculizaba el funcionamiento
de sus instituciones, o que simplemente se consideraba que propagaba el desacato a los deberes cívicos, así
ahora cualquier evento que las instituciones del Gobierno Federal consideren,
de manera arbitraria, como una perturbación grave de la paz pública, o que ponga en grave peligro o conflicto a la
sociedad, pasa a justificar no sólo el empleo de las fuerzas armadas para
disolver ese evento, sino que, además, legitima la suspensión de derechos en la
población objetivo.
En la nueva
redacción del proyecto, este párrafo fue eliminado, mientras que en el párrafo primero se introdujeron algunos términos que dan la impresión de reforzar los límites
de acción de las fuerzas armadas, por medio del recurso a un amplio abanico de
instrumentos garantes de los derechos humanos. De tal suerte que el artículo ahora
queda con un solo párrafo que establece: «Los
actos realizados por las autoridades con motivo de la aplicación de esta Ley
deberán respetar, proteger y garantizar en todo momento y sin excepción, los derechos
humanos y sus garantías, de conformidad con lo dispuesto por la Constitución y
los tratados internacionales y los protocolos emitidos por las autoridades correspondientes».
El problema aquí
es que, a pesar del énfasis que se hace en el respeto, la protección y garantía
de los derechos humanos, en términos de lo dispuesto por el artículo primero de
la Ley, y de diversas disposiciones de la Ley de Seguridad Nacional, ese
respeto, esa protección y garantía dejan de ser válidas en el momento en que el
titular del Ejecutivo, con el aval del Congreso, considere que hay una amenaza,
un peligro o apenas una perturbación grave a la sociedad, en general; o a la
paz pública, en general. Y es así porque tales disposiciones están subordinadas
al artículo 29 de la Constitución, mismo en el que se establece que la
respuesta ante tales eventualidades será la de «restringir o suspender en todo el país o en lugar determinado el
ejercicio de los derechos y las garantías que fuesen obstáculo para hacer
frente, rápida y fácilmente a la situación».
Y si bien es
cierto que en el siguiente párrafo del art. 29 constitucional (modificado en
los términos aquí expuestos el diez de febrero de 2014) se hace mención de los
derechos y las garantías que no se podrán suspender, también lo es que las
líneas citadas arriba anulan esas excepciones, pues expresamente se establece
que se deberán suspender los derechos y las garantías que fuesen obstáculo. Da
manera tal que cuando la libre circulación de las personas, el derecho de asociación
o de libre expresión, por mencionar algunos ejemplos, constituyan —de conformidad
con los estándares morales y de gobernabilidad de la administración en turno—, un
peligro, una amenaza o una perturbación deberán suspenderse para hacer frente a
la situación de manera rápida y fácil (sí, la Constitución también cuenta con
contradicciones importantes).
Es aquí, quizá, en
donde se concentran las mayores incomprensiones de la sociedad civil, en favor
del proyecto de Ley, sobre los peligros que éste representa para el conjunto
poblacional. Y es que, en última instancia, lo que parece estarse olvidando al
observar este punto (si es que se lo observa en absoluto), es que la
construcción social de los enemigos, la invención de las amenazas, los peligros
y las perturbaciones, además de ser asuntos por entero discrecionales, relativos
a la moral y a los intereses imperantes en las personas al frente de las
instituciones gubernamentales cada sexenio, no precisan de su tipificación en algún
código o ley para ser efectivos.
¿Acaso no es la
historia de la guerra sucia, de la represión y el despojo de las comunidades
originarias la historia de individuos y comunidades que representan un peligro
para los intereses económicos en turno? ¿No es la historia de los movimientos obreros
la historia de cómo un trabajador reclamando sus derechos sociales es motivo de
represión gubernamental, de desaparición, de asesinato o, en el mejor de los
casos, de despido? ¿No es la historia de los movimientos estudiantiles la
historia de cómo un adolescente inscrito en una institución de educación
pública pasa a representar un guerrillero en potencia o un anarquista en las
narrativas de la administración pública federal? ¿Y no es la historia de la
sexualidad la historia de hombres y mujeres que por sus preferencias afectivas
constituían una aberración para los valores cristianos imperantes en el tejido
social?
Los ejemplos son
muchos, y cada uno de ellos es tan arbitrario como los demás. El que hoy
algunos sectores de la población ya no constituyan un peligro para el orden, la
paz y la estabilidad públicos no garantiza que en un futuro, próximo o lejano, no lo vuelvan a ser, con las mismas estrategias discursivas o con otras. ¿Qué pasa
cuando las manifestaciones por cuarenta y tres estudiantes desaparecidos por
las fuerzas armadas se convierte en motivo de expresiones de repudio y
resistencia a nivel nacional? ¿Qué pasa cuando el asesinato anual de miles de mujeres
se convierte en motivo de protestas sociales frente a la inacción del gobierno?
¿Qué pasa cuando una agenda de reformas estructurales se convierte en motivo
de rechazo por sendos sectores poblacionales en todo el territorio nacional?
Entre los cambios
al proyecto de Ley realizados por el senado, de la redacción del artículo
octavo se eliminó la adjetivación «pacíficamente»
impuesta a las manifestaciones de protesta social como condicionante para no
ser consideradas amenazas a la Seguridad Interior. La propuesta actual sólo
establece que: «Las movilizaciones de protesta
social o las que tengan un motivo político-electoral que se realicen de
conformidad con la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, bajo
ninguna circunstancia serán consideradas como Amenazas a la Seguridad Interior,
ni podrán ser materia de Declaratoria de Protección a la Seguridad Interior».
Pero lo cierto es,
no obstante, que pese a haber eliminado esa condicionante, la latencia de
incluir en la constitución aún más candados de los que ya existen para la libre
manifestación de las inconformidades sociales no se suprime, sólo se la
disimula, bajo la pretensión de que al apelar a la Constitución todas las
garantías están salvaguardadas —aunque sea en la propia constitución en donde
se fundamentan las condiciones del estado de excepción.
Estado de
excepción que se edifica, justo, sobre diversas eventualidades que en tiempos y
espacios específico, de acuerdo con necesidades gubernamentales definidas en su
particularidad histórica, constituyen excepciones por sí mismas. Es decir, un
estado de excepción en el que la regla de dicha excepcionalidad se funda en la
posibilidad de hacer de cada individuo, de cada comunidad y de cada situación
una excepción a la justicia. Y es que si bien es cierto que los márgenes de
acción del ejército, hasta el momento, no se dan en un ámbito de sistematicidad
generalizada, en donde el grueso de la población ya cuente con alguna
experiencia de abusos por parte de las instancias castrenses del Estado,
también lo es que no por ello debe obviarse, excluirse, olvidarse, invalidarse
o invisibilizar toda una historia de abusos.
Y abusos, por
supuesto, que no es que hayan ocurrido porque las fuerzas armadas no contaban
con un marco normativo para regular sus actividades. ¿Si no contaban con un
marco normativo para realizar tareas de seguridad pública, por qué, en principio,
no se esperó a contar con tal marco antes de sacar a los efectivos de sus
cuarteles? La guerra sucia en México, aún vigente en todas aquellas comunidades
que se resisten al despojo de sus recursos naturales, es el claro ejemplo de
que los enemigos del Estado, son muchos, aunque estos tiendan a ser tradicionalmente los
mismos, y es, también, la historia de cómo aún en la ilegalidad, en la carencia
total de marcos regulatorios que legalicen su actividad, esa excepción a la
norma constituye, de facto, una normalidad de la excepción.
Que no se requiera
experimentar en carne propia, en la historia de vida de uno mismo, los abusos
del ejército para caer en la cuesta de que esos abusos ya fueron cometidos y se
continúan cometiendo en otros espacios, en contra de otros individuos y otras
poblaciones. Y es que, en el momento en que se llegue a ese nivel de generalidad
la Ley que regule la militarización será la menor de las preocupaciones, como las
leyes vigentes lo fueron en los regímenes militares de toda América en el siglo
XX.
14/12/17
Tag :
México
Estado de excepción... Seguridad Nacional: última ratio
II
Si se parte de comprender, por un
lado, que el elemento sobre el cual se funda la militarización de cualquier
sociedad es el de introducir a los individuos que la componen en un marco
relacional dominado por una racionalidad, una lógica, de tipo castrense; y por
el otro, que todo corpus normativo,
legal, es una síntesis de una particular manera de razonar la realidad, de
organizarla, construirla y comprenderla; la primera consecuencia analítica que
se obtiene es que si bien los procesos de militarización de la vida en sociedad
no requieren de leyes o constituciones a modo, una vez que éstas existen —ya
como mandatos constitucionales, como leyes generales o reglamentarias—, el
desplazamiento que se produce no es el de una simple sustitución de lo fáctico
por lo legal y lo legítimo, sino el de la fundación de un estado de excepción
permanente.
En este sentido, a
lo que se punta con denominar a un cuerpo social como sociedad militarizada —teniendo
como fundamento de dicha militarización el despliegue, en distintas escalas
espaciales y temporales, y a través de diferentes dispositivos de poder, una
racionalidad específica, privativa, de las fuerzas armadas—, es al
reconocimiento de que la forma y el sentido organizativos de las relaciones
sociales, de las pautas de convivencia cotidianas entre sujetos individuales y
colectivos se encuentran dominados, colonizados, por rasgos que, como
generalidad (abstracta) no se encuentran en el desarrollo civil de dicha socialidad.
Es
decir, así como la organización y el sentido de las relaciones sociales en una
población en la que se privilegian la equidad entre los géneros y la aceptación
de la diversidad en el ejercicio de la sexualidad de los individuos no son los
mismos que en aquellas colectividades en las que un género se subordina a otro
y el desarrollo de la sexualidad se da en términos estrictamente hetero; así
también el sentido y la forma organizacional de una sociedad en la que las
nociones de seguridad se encuentran articuladas a la idea de construir y
eliminar enemigos no son los mismos que los de aquellas en las que los
objetivos de la seguridad no constituyen Otredades. Y es que no únicamente las maneras
de comprender la problemática en cada
uno de los polos son divergentes, sino que, además, sus procesos de
construcción, las corrientes discursivas que los estructuran, los canales de
poder que se emplean para abordarlo y los medios por los cuales circulan no son
los mismos.
Ahora bien,
identificar estas diferencias entre las distintas lógicas, racionalidades, que
determinan la organización y el desarrollo de las relaciones de convivencia
entre individuos y colectividades es imprescindible para mostrar por qué la Ley
de Seguridad Interior, en trámite legislativo en el Congreso mexicano, sí constituye,
tanto en su generalidad como en sus disposiciones particulares, la
cristalización de una profunda y sostenida dinámica de militarización de la
vida en sociedad, en el marco del despliegue y mantenimiento de una guerra en
contra del narcotráfico.
Así pues, el primer
rasgo que no se debe perder de vista es que, a pesar de los esfuerzos realizados
por el Gobierno Federal —y sus ideólogos— para mostrar a la Ley como un cuadro
normativo destinado a la reglamentación de las fuerzas armadas nacionales en
las tareas de seguridad pública, el contenido de la misma es, en realidad, materia
de seguridad nacional. La denominación de la propia Ley y de la materia que se
supone pretende regular, como dominio de Seguridad Interior, se deben, de
hecho, a la pretensión de realizar una distinción efectiva entre tres ámbitos muy
específicos en los términos de lo que se entiende por seguridad: a) pública, b)
nacional, c) interior; mismos que, en la práctica, se rigen por lógicas
relativamente diferenciadas justo por sus órdenes normativos.
El artículo
primero del texto, por lo anterior, expresa que la Ley «tiene por objeto regular la función del Estado para preservar la Seguridad
Interior, así como establecer las bases, los procedimientos y modalidades de
coordinación entre los Poderes de la Unión, las entidades federativas y los
municipios, en la materia». Porque la idea, aquí, es establecer que el
campo de Seguridad Interior es una unidad en sí misma, diferente (aunque
interconectada) con esas otras dos unidades, con mecanismos regulatorios y dispositivos
de poder propios, que se refieren a la seguridad pública y a la seguridad
nacional.
El problema es, no
obstante, que en el párrafo segundo de la Ley se establece, de manera
explícita, que «las disposiciones de la
presente Ley son materia de Seguridad Nacional», lo que significa que, para
todos sus efectos, prácticos y normativos, la Seguridad Interior es apenas un
subconjunto, una derivación o modalidad particular de aquella.
Y es que si bien es
cierto que la Ley, en su artículo segundo, ofrece una definición de Seguridad
Interior que busca distanciarla —aunque sea sólo en apariencia— de aquella que
corresponde a la seguridad nacional, también lo es que, en estricto, ambas
leyes se complementan, antes que fundar ordenes de acción diferenciados.
El artículo
segundo de la Ley de Seguridad Interior, en este sentido, define a la misma
como: «la condición que proporciona el
Estado mexicano que permite salvaguardar la permanencia y continuidad de sus
órdenes de gobierno e instituciones, así como el desarrollo nacional mediante
el mantenimiento del orden constitucional, el Estado de Derecho y la
gobernabilidad democrática en todo el territorio nacional. Comprende el
conjunto de órganos, procedimientos y acciones destinados para dichos fines,
respetando los derechos humanos en todo el territorio nacional, así como para
prestar auxilio y protección a las entidades federativas y los municipios,
frente a riesgos y amenazas que comprometan o afecten la seguridad nacional en
los términos de la presente Ley».
En el artículo
tercero de la Ley de Seguridad Nacional, por su lado, se entiende por ésta: «las
acciones destinadas de manera inmediata y directa a mantener la integridad,
estabilidad y permanencia del Estado Mexicano, que conlleven a: i) La
protección de la nación mexicana frente a las amenazas y riesgos que enfrente
nuestro país; ii) La preservación de la soberanía e independencia nacionales y
la defensa del territorio; iii) El mantenimiento
del orden constitucional y
el fortalecimiento de
las instituciones democráticas de gobierno; iv) El
mantenimiento de la unidad de las partes integrantes de la Federación señaladas
en el artículo 43 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos;
v) La defensa legítima
del Estado Mexicano
respecto de otros
Estados o sujetos
de derecho internacional; y, vi) La
preservación de la democracia, fundada en el desarrollo económico social y
político del país y sus habitantes».
Por su objetivo
principal, el objeto general de su regulación, ambas Leyes están orientadas, estrictamente,
al mantenimiento funcional y la permanencia del Estado mexicano tal y como éste
existe en la actualidad; lo que, de entrada, implica que cualquier situación,
sujeto y evento que sea susceptible de ser considerado —por el Estado mismo— como
una amenaza que ponga en peligro su funcionamiento y existencia, ya es, de
suyo, objeto de aplicación de ambas normatividades. Una y otra Ley se
superponen, se refuerzan, se doblan, se comprimen sobre ellas mismas.
Y si se omiten,
por el momento, las disposiciones referentes a las amenazas extranjeras y se diseccionan
las redacciones de ambos cuerpos normativos, se tiene que la efectividad en
mantener y asegurar la permanencia y la continuidad del Estado mexicano se
encuentra determinada por, y subordinada a, la efectividad que se tenga en salvaguardar
la permanencia y la continuidad, asimismo, de a) sus órdenes de gobierno e
instituciones; b) el desarrollo nacional; c) el Estado de Derecho; d) la
gobernabilidad democrática; e) la defensa del territorio; f) el mantenimiento
del orden constitucional; g) el mantenimiento de la unidad de las partes
integrantes de la federación; y, h) la preservación de la democracia, fundada
en el desarrollo económico social y político del país y sus habitantes.
Los riesgos para
la sociedad mexicana que supone el lograr dichos objetivos, por tanto, son
varios, y todos igual de preocupantes.
En primer lugar,
las disposiciones relativas a las territorialidades coloca como amenazas, tanto
de Seguridad interior como nacional, a las autonomías indígenas, que aunque
tienen su propia reglamentación que les confiere el estatus de autonomías
integrantes de la unidad territorial nacional, cuando esa autonomía escapa a la
subordinación en la que la mantiene la ley, respecto de las estructuras
municipales y estatales —como en el caso de las poblaciones autogestivas, del
tipo de las comunidades zapatistas—, aquellas son integradas, como ya lo están,
a la Agenda Nacional de Riesgos, elaborada por los servicios de contrainsurgencia
del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN).
La suspensión de
garantías, el despliegue de efectivos militares, su intervención y su empleo en
contra de poblaciones de este tipo, en tal sentido, pasa su justificación por
estas nociones, como ya ocurre, de facto, en los casos en que es preciso que el
Estado se apropie de sus territorios para insertarlos en las cadenas de
producción internacionales.
En segunda
instancia, las disposiciones en torno de la gobernabilidad, de la democrática y
del desarrollo nacionales están articuladas, en términos de supeditación, al
grado de estabilidad que se perciba en la actividad económica impulsada por el
Estado mexicano. La propia noción de «preservación de la democracia», definida
en la Ley se Seguridad Nacional como una condición fundada en el desarrollo
económico del país refiere a la compresión de la democracia como un orden
estrictamente económico, productivo/consuntivo, que, a su vez, con base en la
experiencia histórica de los últimos seis sexenios, no tiene otra orientación
que no sea de corte neoliberal.
De aquí que, en última
instancia, Seguridad Interior y seguridad nacional terminen afirmando su campo
de acción a través del objetivo de asegurar el despojo territorial, la
privatización de la actividad productiva/consuntiva, la especulación
financiera, el desmantelamiento de las prerrogativas de seguridad social, etc.,
cuando la política económica del gobierno en turno considere que el desarrollo
del país se encuentra en peligro —lo que ya es tan arbitrario como la
racionalidad detrás de la agenda de desarrollo del gobierno lo es. Intereses
económicos en turno son identificados, así, con la estabilidad y la permanencia
del Estado. Es el rubro en el que se inscriben las resistencias al modelo
productivo neoliberal, a la apropiación de los medios de producción, al
desarrollo de proyectos de infraestructura en poblaciones autónomas y al
extractivismo de recursos naturales como amenazas al Estado en ambas nociones
de seguridad.
En tercera
instancia, se encuentran las disposiciones que tienen que ver con la
institucionalidad y la legalidad del Estado, preceptos en los que la
disidencia, la oposición y las políticas de las alternativas figuran como los
fenómenos arquetípicos de las amenazas en contra de la racionalidad del Estado.
Pero una disidencia, una oposición y unas alternativas que no pasan por las
formas de la corrección política que se constituyen en partidos políticos, o
similares y derivados, sino que atraviesan la manera de hacer política, en general;
y la organización de su órdenes y escalas, en particular.
Es decir, son
disposiciones en las que no únicamente se pone en juego la legitimidad, como
aceptación popular, de las distintas legalidades que el constituyente
permanente funda en su accionar, sino que, además, cuestionan de manera aún más
profunda la razón de ser y el telos,
la finalidad, de su existencia. El énfasis que se hace en ambas leyes, por lo
anterior, no es arbitrario ni azaroso: el objetivo es mantener el status quo, la vigencia actual de las
estructuras, divisiones y jerarquías que permiten la reproducción del
capitalismo moderno; esto es, la vida en sociedad debe mantenerse, de acuerdo
con estos imperativos, en un estado de coagulación permanente.
Así pues, se
comprende que ya desde el primer artículo del proyecto de Ley de Seguridad
Interior los asedios que se yerguen sobre la población civil mexicana son
bastantes y reiterativas, redundantes —pero al mismo tiempo complementarias— de
aquellas que ya en ese otro texto que compone a la Ley de Seguridad Nacional se
prefiguran. De tal suerte que, en una primera aproximación, se obtiene que el
proyecto de Ley en proceso se orienta en la tarea de desagregar las
disposiciones de la Ley de Seguridad Nacional a los campos específicos de la
seguridad pública, subsumiendo a ésta en los objetivos de aquella a través del
velo de una nueva nomenclatura.
El Estado, una vez
más, se afirma a sí mismo como la ultima
ratio de la vida en sociedad, el punto de culminación de la socialidad
humana dentro de la cual —como lo mostró a la civilización entera el fascismo de
mediados del siglo XX— queda todo, pues fuera de su racionalidad y en contra de
la misma, queda la nada.
10/12/17
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México